Domingo 8 de Julio de 2012
14º
Domingo Ordinario
Marcos
6, 1-6
“Un
profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa”
Queridos hermanos y hermanas, mis
saludos cordiales para cada uno de ustedes, que luchan por mantener unidas sus
familias en el amor.
En el Evangelio de hoy San Marcos
nos relata cómo Jesús recorría las tierras de Galilea anunciando el Reino de
Dios, en compañía de sus discípulos; y describe cómo fue rechazado por sus
paisanos y sus propios familiares. Los nazarenos no dieron crédito a las
palabras del Maestro y, por su falta de fe, tampoco reconocieron el paso del
Dios de la vida en aquél Jesús humilde, hijo de María y de José, al que vieron
crecer en las horas largas de la vida cotidiana de su pueblo.
¿Cómo creer que las palabras de
aquél carpintero, son las palabras de Dios? ¿Cómo descubrir en un vecino al
enviado de Dios? ¿Cómo asumir que uno de la propia casa es ahora el Ungido que
anuncia la cercanía de Dios? ¿Cómo tragarse el mensaje de que en esa hora de la
historia Dios está interviniendo y obrando la vida en el hijo de la señora
María? Por eso, Jesús critica duramente la falta de fe de sus cercanos. Ellos
le conocen desde pequeño, pero no le re-conocen en la humildad desconcertante
en la que Dios actúa en este tiempo de gracia.
A veces, como creyentes y
cristianos, creemos que Dios tiene actuar en nuestras familias al estilo del
Éxodo, abriendo mares y haciendo brotar agua de las rocas; o al estilo de los
profetas, haciendo llover fuego y centellas del cielo. Sin embargo, Dios ya ha
marcado un “estilo”, un “modo de ser y de manifestarse” a través de la
encarnación de Jesús en nuestro mundo. Dios rechazó la soberbia de nuestro
mundo y ha elegido intervenir en nuestra historia desde los pequeños y desde la
pequeñez.
A nosotros, como familia, nos
toca descubrir ese paso de Dios en las cosas pequeñas del día a día: en el
esfuerzo que cada uno pone en sus deberes para colaborar al bienestar de los
seres queridos, en las pequeñas renuncias que hacemos a nuestro egoísmo para
que los otros sean felices, en el reconocimiento de las bondades que tienen los
otros, en el perdón de las faltas, en el desborde solidario hacia otras
familias que necesitan pan y esperanza. Allí pasa el Señor, inadvertidamente,
pero pasa.
Hagamos el ejercicio diario de
ponernos los “lentes de la fe” para descubrir al Señor en nuestra familia y en
nuestra realidad. El camino está abierto y tenemos mayor claridad para decir
“Dios está aquí”. La bienaventuranza del Señor sigue vigente para ti y para mí:
“Felices los que creen sin haber visto” (Juan 20, 29).

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