30º Domingo Ordinario
San Lucas 18, 9-14: “El que se ensalza será humillado
y el que se humilla será ensalzado”.
Queridos hermanos y hermanas: un saludo afectuoso para ustedes y sus
familias. Que este sea un día de gracia para renovar el amor y el compromiso que
hemos asumido como cristianos.
En el Evangelio que hoy se proclama, Jesús dirige una parábola a
aquellos que se tienen por justos y desprecian a los demás. Se trata de la conocida
parábola del fariseo y del publicano en el templo. Los fariseos eran un grupo de
la religión judía reconocidos como estrictos cumplidores de la Ley de Moisés; alardeaban
de ser personas muy rezadoras y observantes de la pureza ritual en su relación con
Dios, situación que les motivaba a vivir “separados” de los demás, para evitar
caer en pecado. Por su parte, los publicanos eran judíos colaboracionistas de Roma
cuya función consistía en el cobro impuestos a Israel, colonia de aquél imperio
invasor. Sencillamente se les tenía como traidores de la patria y ladrones, ya
que muchas veces abusaban de la gente, cobrando más de lo debido o expropiando
bienes para cubrir las deudas al emperador. Además, el sólo hecho de manipular
dinero les hacía “impuros” ante la Ley y no tenían derecho alguno de participar
en el culto del Templo. Jesús plantea en la parábola una paradoja sarcástica al
decir que el fariseo que ora a Dios,
presumiendo de sus prácticas religiosas y comparándose con los demás pecadores,
no alcanza la justificación; al contrario del publicano, que siendo un pecador
público, sabe reconocer su miseria y Dios le concede el perdón de sus culpas. Jesús
enseña que su Padre conoce la profundidad del corazón humano y se compadece del
humilde. El orgulloso, el altanero, el que desprecia a los demás, aunque trate
de hacer mil méritos con sus obras externas no alcanzará la misericordia
divina. Dios se fija en la humildad del corazón, no en las apariencias. No podemos
manipular a Dios; Él es el enteramente libre y da su salvación a los que con fe
le reconocen como Padre.
La fama, la vanidad, la apariencia, el orgullo, el prestigio… están
arraigados en el torbellino de la sociedad que quiere esclavizarnos hoy día. No
se globaliza el amor o la compasión, sino la vaciedad y el sinsentido que
cobran vidas humanas a cada segundo. Muchas veces se juega en la religión, en
la política y en la farándula con “obras de caridad” desprovistas de
sentimientos humanos sinceros, que sólo buscan aparentar ante los demás. Ocurre
también en nuestras familias, cuando somos “luz de la calle y oscuridad de la
casa”, cuando no sabiendo amar a los que tenemos más cerca, nos desbordamos con
mil actos de cariño con los que están fuera del hogar. Nuestras obras, frutos
de la fe y del amor sincero, deben brillar tanto dentro como fuera de nuestras
casas. No nos preocupemos del aplauso, de los méritos, o de los
agradecimientos. Dios es el justo juez que sabe discernir la sinceridad y
profundidad de nuestras acciones. No vivamos de apariencias.
Este es el tiempo oportuno.
Cordialmente, su asesor, P. Freddy Ramírez Bolaños,
cmf.

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